Filosofía
Más Allá Del Horizonte
El horizonte ha sido siempre un espacio inalcanzable:
retrocede a medida que uno avanza hacia él y cuanto más corre uno, más
adelanta; no hay modo de atraparlo; y es que el horizonte no es una meta, ni un
lugar, ni un confín, por eso no se inscribe en ninguna geografía y no puede ser
representado en ningún mapa, ni descrito en texto alguno; sin embargo está
allí, más o menos lejano, siempre expectante, atendiendo a lo que sucede frente
a él, inmiscuyéndose en los avatares que tienen lugar en su dominio.
Podríamos
decir que el dominio del horizonte es absoluto, ocupa todos los lugares sin
estar en ninguno, es real y sensible, y es mental e imaginario, es
representable pero no identificable. Su origen griego lo define como lo que
limita y Cicerón lo tradujo como finiens y era un término esencialmente
vinculado a la astronomía hasta que en el siglo XVII su significado científico
se amplió, aunque siempre evocara el lugar del amanecer o del ocaso y
permitiera distinguir lo visible y lo invisible, el día y la noche.
La literatura clásica, y también la pintura, siempre fueron
fieles al sentido etimológico del horizonte como aquello que determina y
limita, y es que el mundo clásico era un mundo cerrado, limitado, finito y
ordenado. Lo infinito, ilimitado y abierto causaba estupor hasta en el maestro
Pascal que tanto apreciaba los jardines donde las perspectivas convergían en el
horizonte y cerraban una totalidad mensurable y armoniosa. Mensurable como la
razón, como los límites del conocimiento y como la finitud del entendimiento,
que si es capaz de concebir la idea de infinito es porque la ha heredado de
Dios. La finitud de la razón y de la existencia tienen por horizonte un orden
trascendente que les sobrepasa y les puede santificar.
En el transcurrir del XVII el horizonte sufre una
transformación, se difunde en la lengua literaria y su significado se amplía:
designa no únicamente la línea del horizonte, sino todo lo que se ofrece a la
mirada del espectador. La introducción de este sentido nuevo provocará una
inversión de los valores simbólicos del horizonte, se liberará de la idea de
límite para asociarse al de extensión y en lo sucesivo se vinculará a adjetivos
incompatibles con su etimología, como inmenso, infinito, ilimitado, y esta
modificación coincidirá con la profunda transformación de las ideas y de la
sensibilidad: la extensión del campo visual es inseparable del crecimiento de
los poderes del espíritu.
En la segunda mitad del XVIII la metáfora se asimila
a la actividad del pensamiento humano, puesto que la multiplicación y la
extensión de los horizontes desarrollan la inteligencia y favorecen el progreso
de la razón. Helvetius afirmará: “El horizonte de nuestras ideas se extiende
cada vez más, cada día”.
Esta transformación no únicamente da cuenta de una mutación
ideológica e intelectual, sino también de la aparición de una sensibilidad y de
una estética nueva que se caracteriza por una reacción contra el clasicismo y
que inicialmente se manifiesta en el arte del paisaje, tanto en el de los
jardines como en el de la pintura. El jardín clásico, a la francesa, cede
frente al jardín inglés con sus pequeños valles, claros y repliegues que
sugieren una profundidad que se escapa a la mirada, perdida en una lejanía
invisible y misteriosa. El horizonte, entonces, retrocede, huye, se hunde o se
cubre, como el horizonte de que, cubierto por el monte y la cuesta,
despierta en el poeta la idea de infinito, quietud y eternidad.
El paisaje
pictórico abandona la perspectiva geométrica y se transforma en una perspectiva
atmosférica; ya no es el fondo estable de la figuras sino la profundidad
indefinida en la que ellas se muestran. Diderot recomendaba a los pintores que
“los campos deben extenderse hasta donde el horizonte se confunde con el cielo,
y el horizonte se hunde en una distancia infinita”.
La ilimitación del horizonte es una idea constante y
fundamental del paisaje romántico, tanto plástico como literario. A Baudelaire
le atraían las “perspectives fuyants”, “les gouffres amers”, la “profondeur des
perspectives” y para los románticos el horizonte crepuscular suponía el
encuentro entre el aquí abajo y el más allá y la necesidad de franquear el
horizonte que separa los dos mundos.
Esta imagen expresa la necesidad de salir
de los límites del universo sensible e intelectual del hombre, y la dificultad
de acceder a este más allá que se mantiene misterioso y distante, inasible.
Para Hölderlin, como para tantos alemanes, seguir el curso del sol poniente le
permite dejar los límites terrenales para acceder a la patria ideal que el
horizonte crepuscular sugiere como infinito y protector.
A partir del
romanticismo el horizonte cubrió todas las analogías posibles, desde la idea de
horizonte político en expresión de Tocqueville a la imagen de la nostalgia o
del tiempo por venir a la espera de nuevas perspectivas, como metáfora del
espacio íntimo o el lugar donde se realiza el deseo, la idea y el amor: “Tu
ressembles parfois à ces beaux horizons / qu'allument les soleils des brumeuses
saisons”, de Baudelaire.
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