Pocas experiencias humanas alcanzan tal grado de
universalidad como el dolor. Su registro es tan común como inevitable. De una u
otra forma, todos somos personas dolientes, desde el primer sollozo, desde esa
primera bocanada de aire que nos entrega a la vida, a pesar de que el ser
humano no nace configurado para herir ni para que le hieran.
Pero antes de
seguir, distinga primero el lector entre dolor y sufrimiento, pues ambas
experiencias no son similares. No puede haber más alegría en una madre que pare
a su hijo en medio de dolores de parto y no puede caber más sufrimiento en
aquel o aquella que pierde a un ser querido, o recibe una ofensa, o ve sufrir a
un inocente, o se sabe solo, o rechazado, o sin recursos... aunque en realidad,
por todo ello, no le duela más que el alma.
El dolor
es parte de nuestra vida cotidiana y tiene el poder de contribuir a hacernos
caminar hacia la madurez o de derribarnos hundiendo nuestra existencia en la
amargura. Nos duele nuestro dolor y nos duele el de los otros... El mundo está
lleno de crucificados, está lleno de personas que sufren, crucificadas por la
desgracia, la injusticia, el olvido: enfermos solos y sin cuidados, mujeres
maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin futuro
y mucha, mucha gente hundida en el hambre, la miseria o la guerra. Vivimos
tiempos dolorosos configurados por la angustia, la incertidumbre, la
precariedad económica, la violencia, la crisis de valores sociales, familiares,
éticos y morales, el miedo, la indignación y la desconfianza.
Al
ser humano le duele la vida y ese dolor desafía nuestro sentido de búsqueda de
paz y de alegría. El filósofo alemán Robert Spaemann plantea
esto mismo diciendo que Allí donde no se acierta a integrar una determinada
situación dentro de un contexto de sentido, allí comienza el sufrimiento.
El
verdadero sufrimiento no es otra cosa que no saber darle sentido al dolor
humano: ¿por qué sufrimos? Y, sobre todo, ¿para qué? Para muchos, las
experiencias de aflicción son señales indicadoras de las que se vale la vida
para irnos conduciendo hacia el sosiego, el abandono, la falta de codicia, de
ansiedad, de egolatrías, de temor... y entienden que el dolor es el colirio que
ayuda a ver aún mucho más lejos.
Pero para muchos otros, el dolor humano es inadmisible.
Estamos en una cultura para la cual el dolor es un contravalor. No tenemos
motivos para soportarlo, no tiene sentido. Hemos caído en la trampa de pensar
que somos capaces de combatirlo, ignorándolo, trivializándolo, volviéndole la
espalda..., lo que nos empequeñece e infantiliza. Según Viktor Frankl no fueron los más fuertes quienes superaron la
experiencia de Auschwitz, sino los que tenían un motivo para la esperanza:
mujer, hijos, una tarea, ideales, Dios, etc., en una palabra, aquellos que no podían
defraudar abandonándose a una muerte indigna y miserable. Los que sobrevivieron
sabían que aquello no les aniquilaba, les fortalecía; que si no podían esperar
nada de la vida, era cuestión de preguntarse por lo que la vida esperaba de
ellos.
Tendemos
siempre a erradicar a manotazos el propio sufrimiento.
Es lógico porque de
ninguna manera hemos de buscarlo. Pero llega una y otra vez. Y nos reconstruye
o nos destruye. Nos obliga a mirarnos para sentir que somos vulnerables y,
sobre todo, exactamente iguales a los otros. Hay que dejar que nos habite. No
hay otro modo de conocer y conocernos, de que se ensanche lo que somos y de
que, cuando venga la alegría, tenga más sitio donde enseñorearse.
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