jueves, 7 de marzo de 2019

Cuando La Vida Nos Duele


Pocas experiencias humanas alcanzan tal grado de universalidad como el dolor. Su registro es tan común como inevitable. De una u otra forma, todos somos personas dolientes, desde el primer sollozo, desde esa primera bocanada de aire que nos entrega a la vida, a pesar de que el ser humano no nace configurado para herir ni para que le hieran. 

Pero antes de seguir, distinga primero el lector entre dolor y sufrimiento, pues ambas experiencias no son similares. No puede haber más alegría en una madre que pare a su hijo en medio de dolores de parto y no puede caber más sufrimiento en aquel o aquella que pierde a un ser querido, o recibe una ofensa, o ve sufrir a un inocente, o se sabe solo, o rechazado, o sin recursos... aunque en realidad, por todo ello, no le duela más que el alma.

El dolor es parte de nuestra vida cotidiana y tiene el poder de contribuir a hacernos caminar hacia la madurez o de derribarnos hundiendo nuestra existencia en la amargura. Nos duele nuestro dolor y nos duele el de los otros... El mundo está lleno de crucificados, está lleno de personas que sufren, crucificadas por la desgracia, la injusticia, el olvido: enfermos solos y sin cuidados, mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin futuro y mucha, mucha gente hundida en el hambre, la miseria o la guerra. Vivimos tiempos dolorosos configurados por la angustia, la incertidumbre, la precariedad económica, la violencia, la crisis de valores sociales, familiares, éticos y morales, el miedo, la indignación y la desconfianza.

Al ser humano le duele la vida y ese dolor desafía nuestro sentido de búsqueda de paz y de alegría. El filósofo alemán Robert Spaemann plantea esto mismo diciendo que Allí donde no se acierta a integrar una determinada situación dentro de un contexto de sentido, allí comienza el sufrimiento. 

El verdadero sufrimiento no es otra cosa que no saber darle sentido al dolor humano: ¿por qué sufrimos? Y, sobre todo, ¿para qué? Para muchos, las experiencias de aflicción son señales indicadoras de las que se vale la vida para irnos conduciendo hacia el sosiego, el abandono, la falta de codicia, de ansiedad, de egolatrías, de temor... y entienden que el dolor es el colirio que ayuda a ver aún mucho más lejos. 

Pero para muchos otros, el dolor humano es inadmisible. Estamos en una cultura para la cual el dolor es un contravalor. No tenemos motivos para soportarlo, no tiene sentido. Hemos caído en la trampa de pensar que somos capaces de combatirlo, ignorándolo, trivializándolo, volviéndole la espalda..., lo que nos empequeñece e infantiliza. Según Viktor Frankl no fueron los más fuertes quienes superaron la experiencia de Auschwitz, sino los que tenían un motivo para la esperanza: mujer, hijos, una tarea, ideales, Dios, etc., en una palabra, aquellos que no podían defraudar abandonándose a una muerte indigna y miserable. Los que sobrevivieron sabían que aquello no les aniquilaba, les fortalecía; que si no podían esperar nada de la vida, era cuestión de preguntarse por lo que la vida esperaba de ellos.

Tendemos siempre a erradicar a manotazos el propio sufrimiento. 

Es lógico porque de ninguna manera hemos de buscarlo. Pero llega una y otra vez. Y nos reconstruye o nos destruye. Nos obliga a mirarnos para sentir que somos vulnerables y, sobre todo, exactamente iguales a los otros. Hay que dejar que nos habite. No hay otro modo de conocer y conocernos, de que se ensanche lo que somos y de que, cuando venga la alegría, tenga más sitio donde enseñorearse.

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